jueves, 16 de diciembre de 2010

Meat Loaf

Un banco de piedra a un lado, cubierto con una colchoneta de espuma que se desintegraba grano a grano, otro banco metálico anclado al suelo en el centro y un par de apliques de tortuga con las bombillas inútilmente bien protegidas eran los únicos objetos de la celda. No había ni pica antivandálica ni taza turca. Por eso, aunque estaba en desuso desde hacía por lo menos dos meses, el lugar todavía conservaba cierto aroma rancio de vómito, orín y heces debido a la humedad que sí permanecía. Y yo iba a pasar la noche allí con Zoë. El único lugar decente que las circunstancias nos habían permitido encontrar. El único que podía cerrarse desde dentro.
Nuestra respiración jadeante se acompasaba lentamente y se iba sosegando a medida que recuperábamos el aliento mientras nos mirábamos sonrientes, felicitándonos en silencio por lo que acabábamos de conseguir. Ni un arañazo, ni un tirón de pelo. Ni siquiera un nuevo jirón en nuestra ropa sudada tras la carrera que nos llevó allí.
La miraba a los ojos y aún me costaba creer que algo tan hermoso pudiese estar allí, en esos días, conmigo. Se lo dije sin hablar cuando su cuerpo empezaba a temblar de nuevo, pero no resultó muy convincente porque también yo empecé a hacerlo. Los escalofríos estremecían nuestros cuerpos de nuevo. Escalofríos de terror. Mirábamos las paredes desnudas, con la pintura gris que se desprendía a desconchones, buscando no se sabe muy bien qué. Tal vez intentábamos ver en la penumbra de la celda la imagen de quienes emitían aquellos terroríficos gruñidos desganados, casi lamentos burbujeantes, en algún lugar no muy alejado de nuestro silencioso abrazo. Al parecer no los habíamos despistado.
Habían seguido nuestro olor.
Nuestra vida.
No iban a poder entrar en aquel lugar, cerrado desde dentro cuando entramos, pero sabían que estábamos en el interior. Arañaban con ansia las rendijas de las puertas y ventanas del piso superior como si nuestra pista se concentrase en aquellos lugares. Como el hilo de aire frío que se cuela bajo la puerta en invierno. O peor aún, como el olor de un bizcocho de chocolate que se escapa por la rejilla del horno. Agua y sed. En realidad fue esa la sensación que tuve en aquel momento, y casi me compadecí de ellos. No tenían la culpa de haberse convertido en lo que eran. Estaba empatizando con los zombis que me veían como un puto bizcocho de chocolate. Estuve a punto de susurrárselo a Zoë, pero el terror era demasiado intenso y ningún sonido salía de mi garganta. Además, mi mente volaba desandando el camino recorrido en nuestra carrera hacia los calabozos a través de la comisaría, repasando cualquier detalle o salida que hubiese olvidado cerrar por dentro al entrar, pero una sombra al final del pasillo confirmó que lo había hecho fatal. Pronto fueron varias sombras. Un minuto después, trece seres se apretaban contra las rejas estirando desesperados sus brazos hacia el interior, intentando agarrar su trozo de bizcocho, gruñendo, gimiendo, aullando… era aterrador. Entre espasmos histéricos de terror, acorralados, abrazados en un rincón de la celda, Zoë y yo llorábamos, moqueábamos y orinábamos sin control ni conciencia a pesar de la seguridad de nuestra situación. Muros de hormigón, rejas de acero, comida en las mochilas y las llaves en nuestro poder. Tan seguro estaba de que no iban a poder entrar que cuando vi la primera grieta en el cemento que alicataba la reja a la pared de hormigón, definitivamente me convencí de que estaba soñando y que todo aquello no estaba sucediendo. Un éxtasis de terror. A salvo en mi sueño besé a Zoë y cerré los ojos. Esperaba despertar de un momento a otro por un sonido suave de sábanas a mi lado, o por los rayos del sol, o por una caricia dulce de ella, que me mira sonriente con los ojos hinchados de dormir y el cabello enmarañado.
Pero fue el dolor el que me despertó.
Mi pie no estaba.
Zoë gritaba a seis metros de mí. Ya no me abrazaba. Se sujetaba el vientre intentando evitar que se desparramasen sus intestinos y sonreí estúpidamente al ver al zombi junto a ella porque me recordaba a un gato que juega con una maraña de lana.
Qué calor.
Solo quiero tumbarme a dormir. Cierro los ojos. Me sacuden, algo se ha rasgado.
Ahora tengo frío. Me pitan los oídos.
Ya no oigo nada que no sea un pitido.
Ya no oigo n...


2 comentarios:

  1. ..tan plástico..que mientras sientes el golpe de las palabras, invita a pasear al menos un par de neuronas...no sé si esta es la idea, pero ya me las apañaré...

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